miércoles, 3 de agosto de 2011

La vidala

Caja vidalera.
La embocadura del destino del santiagueño, la tristeza, el dolor

La vidala es el único canto coral. Cuando el paria, después de la alegría del alcohol y de la danza, cae en la embocadura e su destino, que es el dolor, apela a la “vidala” para cantar en coro su íntima pena.
Hacinamiento derrotado que se apuntala con la fuerza prestada de cada uno, restos carnavalescos conjurados en torno a la fiesta: esto es el coro.
¿Cómo se redime el hombre con la voz del hombre que está a su lado, frente a la inmensa pared de su mismo destino? En vano ensaya sostener su alegría en la vidala; el eco devuelto a la inmensidad del campo es un alarido multánime, una sola queja largamente plañida.
Por eso en el canto coral, el santiagueño busca un socorro de humano sentimiento, una ayuda para llorar.
Voz profunda de los que siente nivelados por la misma pena, estalla al unísono y ronda en la noche agriamente, en busca de comprensión, en busca del amor.
Es la “vidala” traspasada, amarga, que se abre como una floración de silencios preñados y sombríos, es el parche de la caja y la gran pena multiplicada del hombre, que se busca en el abismo de la noche para sentirse vivir y estrechar en brazos de la vida.
La vidala intenta salvar las distancias, trasponer la linde del individuo y unir a los hombres dentro de una sola expresión universal y sólo consigue hacer más firma el dolor individual.
Esa tristeza de la vidala, en plena alegría de la fiesta, se explica si se recuerda que en la preparación de su letra y de su música el hombre estuvo a solas con su dolor. Al cantarla en coro subsiste la motivación originaria, aumentada por la tristeza que infunde cada cantar y que suma su dolor al de los otros. Por eso es posible establecer una diferencia entre el cato e individual y el canto coral. El primero limpia el alma de tristezas. El otro activa la pena con resonancias y profundidades ignotas, haciéndola más robusta y grávida de ecos repoblados.
El cantor individual tiene un vasto silencio para rodar su dolor. Para la voz coral de la vidala, el silencio es el de un ánfora resonante o un caracol de los mares.
Por eso el coro se frustra en sus propósitos. El grupo de los cantores intenta agremiarse en un solo sentimiento de liberación y sólo presenta su propio drama, ajeno al drama de todos, absorto en su propio dolor. Ni siquiera sabe que la voz gemida en conjunto es la queja de todos. Se cree dueño del gran dolor sumado que flota en la voz del coro y que se formó arrancándose cada cual su propio dolor. Este falso sentimiento es engendrado por la vastedad resonante del canto coral. Estaba acostumbrado a la soledad de su voz y ahora, ante las voces extrañas se turba y desconcierta. No se ha refundido aún en la solidaria afinación. El coro no es todavía una sociedad de voces afinadas. Por encima de la agremiación aparente subsiste el lastre de las formaciones desaplicadas, rudimentarias y primitivas. No obstante, se advierte en la vidala el afán de solidaridad social y humana.
El campesino inicia con el coro su gran esfuerzo colectivista.
La danza se parece a él en este esfuerzo.
Todos los bailes populares asumen la función de unir a todos en una sola alegría. Es más fácil esta agremiación y se expande de sí misma. Contagia y aproxima. Pero el color busca la soledad. Sin embargo, en otros pueblos hay una comunidad que siente por uno, hay una solidaridad en el dolor como en la alegría. En el hombre de Santiago, aún no se ha estructurado esta agremiación. Es todavía una célula errante, sin vínculo extraño, vive ajeno a los otros, ensimismado en su querer, en su sufrir. Su personalidad, aunque no tiene contacto ni acercamientos, busca desesperadamente una sombra amiga en la sociedad de los hombres. Por eso la amistad es para él sagrado, cuando la ha encontrado. Por eso se desvive ensayando en la danza y el canto coral un acercamiento que lo ligue a la vida y al mundo. ¿Lo conseguirá? ¡Quién sabe!
Orestes Di Lullo, en La razón del folklore.

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