jueves, 21 de julio de 2011

Aproximación a la calle Mitre

La Mitre, hace siete años.

Las naranjas, la nostalgia

Que corte naranjas agrias de las veredas de la Mitre, para hacer dulce me han pedido, para que la Tita Paz, esa santa mujer, se ponga a hacer dulce sentada junto al brasero en el fondo de su casa colonial.
Así fue que una siesta conocí la calle Mitre, seguramente fue en diciembre. Mi puerta de acceso fue el Club Plazoleta, aquella cancha de básquet de tierra, de tierra traída de las Lomas Coloradas señor, no cualquier tierra; aquella cancha de básquet con luces de parquecito de diversiones que la vida se llevó. Pero poco importa la ausencia física, porque Plazoleta, más que una cancha es un concepto, hagamos entonces abstracción y comencemos a cerrar los ojos y soñar.
Al costado izquierdo de la nostalgia: Guillermo Diambra, amigo, almacenero y pescador, un hombre lleno de bondad. A la derecha, el Negro Ariri pidiéndole al padre, “papi, comprame una curita”, sí, “un sacerdote te voy a comprar”. “Papi, comprame una moto Puma”; sí, “un león te vua comprar”; “papi, comprame una NSU”; “sí, un abecedario te vua comprar”.
Noticias de último momento: demuelen la tintorería de Don Azato, fueron esos de la Vigilancia Privada que andan con los sombreros de Kit Carson, al parecer, se trataría de una venganza tardía de los norteamericanos por el ataque a Pearl Harbor. Han aprovechado que Don Azato ya no está, si no, qué cagada les iba a prender.
Retorno al relato de aproximación, mientras el calor de la siesta se ha vuelto insoportable, hermoso, no anda ni un ututo por la calle, están ardiendo las veredas y los balcones. Paso por el frente de la fábrica de cuentos (extrazoco) del Doctor Cortez. El Inti está dormido, cubierto por otro sol, el de la inocencia sin repliegues, el de tu verdad y la mía. La figura de Gallo Negro ya va a aparecer y es posible que nos presten la pelota para tirar al aro.
Yo he imaginado esta calle, a lo mejor no la conozco, no la he conocido nunca. Una calle soñada, una excusa para el amor. En esta calle no sólo las siestas son inolvidables, también las noches y las madrugadas bordeando la panadería Palau, con esa fragancia del porqué de la ternura, una casamata de aire para lucha contra el olvido. Cuando se mezcla el olor de esa panadería con la fragancia de las naranjas amargas aplastadas, el mundo tiembla.
No me puedo quejar, he tenido lo mejor de mi vida sin cubierta de asfalto, aquel hermoso empedrado es hoy el sueño de otra ciudad, donde un payaso nunca dejará de nombrarme por mi nombre.
El parque está allá abajo, sale un payira de su casa, después sale otro, y otro más, salen y se reproducen entre las sombras de las moreras. En su peluquería, Roque Ríos dibuja en la cabeza de un pobre tipo gallinitas, viboritas, y diminutos espirales de ausencia.
En el sueño, un misterioso sopor se apodera del alma, vuelvo a esa madrugada cuando se me incumba.
Firmado por Jorge Rosenberg en la columna El zóco de la buri buri, de Nuevo Diario.

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