El Rincón de los artistas en la vereda de la Tucumán. |
Santiago, la música, el pasado azul
Cuando la calle Tucumán se llamaba calle Tucumán, “El Rincón de los Artistas”, llamado también “Bar Casino”, comandado por don Pedro Evaristo Díaz, albergaba noche tras noche a músicos y poetas, a gente de campo, y fue hasta su cruel desaparición, el último reducto de artistas campesinos que tuvo la ciudad.
No obstante, íbamos a sentarnos en aquellas melancólicas sillas de lata, los que amamos toda nuestra música santiagueña.
Una noche de verano de lluvia pavorosa, el fantasma de Coco Cáceres se paró empapado en la puerta de entrada y dijo a todos los presentes con voz alta y ronquilla: “Compasión no quiero, quiero indiferencia”, un estuche atigrado y sucio guardaba en sus adentros una guitarra desgastada por el tiempo y su dolor.
Entró, se mandó varios vasos de vinito blanco y comenzó a cantar. Entré por la Pellegrini , salí por La Tropical , mi comprao una camiseta en el casa de Abraham Miguel. (chacarera)
El desfile de músicos solía ser incesante: Víctor Hugo, al que le decían Tarzán, ese bombo que nacía debajo de la tierra. El Chango Ledesma y su sonrisa. Napoleón Soria, su piano, su ritmo, su bicicleta y el triciclo del hijo. El Cielo Lucero, Chupete y su contrabajo fabuloso. El Mandinga del bandoneón y tantos otros.
Enrique Simón, de mesa en mesa cantaba tangos acompañado por guitarras anónimas y fabulosas, fabulosos bandoneones.
El baño de aquel inolvidable lugar estaba al fondo a la derecha y después a la izquierda, y la pared de aquel baño colindaba con uno de los calabozos de la provincia, desde allí el detenido se deleitaba por las noches con la música que penetraba por entre los barrotes enclavados arriba del mingitorio.
Supongamos que usted lector o lectora, hubiese sido hipotéticamente aquel preso, y desde aquel baño, por entre las rejas una mano anónima y precisamente santiagueña, le alcanzara dos porciones de pizza y un vaso de vino, lo hubiera recibido seguramente con gusto y hasta hubiera rechazado explosivos de trotil para su liberación, con tal de seguir escuchando aquella música en cautiverio, situación emocionalmente parecida, me supongo, al comienzo del amor, o a la recompensa que deriva del castigo, como el arrepentimiento verdadero.
Desde que desapareció “El Rincón de los Artistas”, desde que en nombre del modernismo, ocurrió aquella aberración que destruyó un rincón irreconstruible de nuestra cultura, los presos alojados en aquel calabozo, fueron en adelante, presos comunes.
De la columna El zóco de la buri buri, de Jorge Rosenberg en Nuevo Diario.
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