lunes, 11 de julio de 2011

Prado y Aguirre en la entrevista de Guayaquil

Juan Núñez de Prado (en el museo Histórico).

Raúl Lima

La fundación, la controversia 

El cargo subsiste: quienes estudiamos la historia de la fundación de la ciudad, eludimos tocar el urticante tema, en este aniversario tan especial. En resumen, no hemos optado por Núñez de Prado o por Aguirre. Y eso que la certera síntesis de Luis Alén Lascano debió haber puesto fin a la bizantina polémica: la fundación  fue un proceso, un proceso fundacional, iniciado por Diego de Rojas, continuado por Núñez de Prado y finiquitado por Francisco de Aguirre. Pese a ello, hay quienes exigen una postura maniquea: ¿quién fue el malo y quién el bueno en la fundación de la madre de ciudades?
Con el propósito de  arriesgar una opinión en este espacio, sin que algún descontento me imputara pretender quedar bien con tirios y troyanos, me sumergí una vez más en las áridas cuestiones: ¿la legua de la época era de “20 al grado”? ¿No decía La Gasca que un grado eran l7 leguas y media? ¿El Barco en su primer asentamiento estuvo dentro o fuera de la jurisdicción de Chile? Porque Copiapó no está a los 27 grados de latitud, sino a los 27°  20”… Y Villagra ¿no vino, acaso, con ánimo provocador? ¿Qué tenía que hacer en el Tucumán, tan alejado de la que debía ser su ruta hacia Chile? De acuerdo, pero ¿no pecó Prado de imprudente al atacarlo y dar lugar al incidente que lo obligó a someterse a la jurisdicción de Chile? Admitámoslo; pero después Valdivia envió a Aguirre con instrucciones que excedían claramente sus atribuciones…Además, la Provisión de La Gasca obligaba a Valdivia a someter cualquier problema de jurisdicción, a la Audiencia o al Rey, es decir que le prohibía proceder “manu militari”.
 Lo mismo de siempre.  Desilusionado, me fui a dormir.

Jorge Luis Borges y su cuento “Guayaquil”
A las pocas horas me desperté con una respuesta que anidaba en los meandros del subconsciente.
Acababa de soñar con una entrevista de Guayaquil en la que, sobre el cuerpo del Gral. San Martín se había encaramado la cabeza de Juan Núñez de Prado. Y, sobre el cuerpo enjuto de Simón Bolívar, había trepado la cabeza de Francisco de Aguirre.
Recordé el cuento “Guayaquil”, de Borges, y comprendí.
La respuesta no estaba en las probanzas de méritos de vecinos del siglo XVI, ni en determinar a cuanto equivalía una legua de la época. La respuesta estaba en un choque de voluntades, en dos caracteres opuestos a los que las circunstancias enfrentaron. Y uno (más noble, o menos ambicioso, o más resignado) debía ceder frente al otro.
Creo que en “Guayaquil”, como en un juego de cajas chinas,  tras el historiador argentino que narra el cuento, se oculta la figura de San Martín. Y asoma Bolívar en ese empecinado profesor extranjero de “mesurado bigote”, que termina imponiendo su voluntad a su interlocutor: “Ni un desafío ni una burla se dejaba traslucir en esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo tan irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder estaba en el hombre, no en la dialéctica”.
 Amigo lector, si el cuento se lo comenta mi docto amigo José Andrés Rivas, apreciará cuánto hay de la influencia de ese Schopenauer “…que siempre descreyó de la historia”, en la actitud fatalista del narrador del cuento (el historiador argentino), que no haría sino reflejar la de su autor (Borges). Así, su antagonista afirma: “-Acaso las palabras también fueron triviales. Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos. Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenauer”.
Es cierto que un atisbo de explicación lo encontramos también en el cuento “El hidalgo azorado”, pero éste pertenece a un oscuro escritor de provincia, autor de cuentos olvidables. (Además, en ese cuento se insinúa un dejo de medrosía  en Prado, inimaginable en  San Martín).

No es posible prescindir de los caracteres de Aguirre y de Prado, si se pretende entender lo que ocurrió en estas tierras hace 450 años.
Roberto Levillier pinta así a Aguirre: “Asombroso era su instinto en materia militar y desconcertante su comprensión de las modalidades indígenas, impenetrables para los demás. Todo lo sacrificaba, ideal, respeto, Interés, espíritu de conservación, al odio que brotaba en su alma con la violencia de una tempestad, ante una fuerza contrapuesta a la suya. Perder, poco le importaba, siempre que dijera o hiciera lo que su orgullo le dictara. Una voluntad ajena enfrentada a sus deseos le entigrecía. Con los grandes como con los pequeños fue despótico, arrogante e impolítico. Así fueron enemigos suyos los soldados, como lo fueron gobernadores, virreyes, audiencias, obispos y jueces del Santo Oficio. No obstante sus fallas de carácter, era derecho, abierto y grande, recio y de claro obrar con unos y otros. Ignoró la astucia previsora y calmosa”. En tanto, Juan Núñez de Prado era un honrado Alcalde de Minas de Potosí, “…hombre cuerdo tenido por bondad y con quién holgaría de ir  gente”, como decían Polo de Ondegardo, Palomino e Hinojosa, quienes lo recomendaron a La Gasca para la misión de fundar un pueblo en el Tucumán.

Conclusión
Cuando el profesor extranjero se retira triunfante de la entrevista, se detiene ante los tomos de Schopenauer y dice: “Nuestro maestro, nuestro común maestro, conjeturaba que ningún acto es involuntario. Si usted se queda en esta casa, en esta airosa casa patricia, es porque íntimamente quiere quedarse”.
La Audiencia de la ciudad de Nuestra Señora de los Reyes Magos (hoy Lima) falló el pleito  a favor de Prado, pero éste no volvió a Santiago del Estero. Él también “quiso quedarse”. En su fatalismo, como el historiador argentino protagonista del cuento de Borges, estaba resignado.  Tengo para mí que también estaba “azorado”.      

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