miércoles, 31 de agosto de 2011

El arpa y el arpero en el folklore argentino


Andrés Chazarreta y su conjunto folklórico santiagüeño, 
con el ciego Aguirre "el Arpero" en 1921

Origen, los personajes, la tradición en Santiago

Al parecer, el arpa es el instrumento más antiguo que produce su sonido mediante el punteo digital de unas cuerdas en tensión. Las Sagradas Escrituras mencionan que el rey David ya la tocaba, hay numerosos registros históricos de su existencia 3000 años A.C. en Mesopotamia y Egipto... y así en las más distintas civilizaciones.
En América, el arpa entró con las primeras expediciones. Acompaña a Gaboto, en 1526, Martín Niño, el primer ejecutante que se conoce en el Río de la Plata, al que se menciona como un "hábil tañedor de arpa".
Con las misiones jesuíticas, el instrumento se arraiga  en lo que hoy es el NEA. Recordemos que el Padre Antonio Sepp, en Yayepú (Corrientes) crea un importante taller de luthería. Con la expulsión de los jesuitas, las arpas y todo el bagaje musical queda en manos de los aborígenes, los que se mezclan con los nativos y van a dar origen a  “lo criollo”
El sabio francés Alcide D’Orbignyn, en su Viaje a la América Meridional, terminado de publicar en 1847, relata su estadía en Caá-Caty, un pueblito cercano a la laguna Iberá. Nos cuenta que tocaba allí una pequeña orquesta de indios guaraníes, uno con un violín de su propia fabricación, uno con una guitarra y otro con un arpa hecha por él en un tronco ahuecado, sobre el que tenía un tablero de armonio y unas cuerdas de tripas. Los hijos del arpero tocaban uno un tamboril, otro una caja y el último un triángulo. Un ciego se había hecho un flautín con una tacuara y era el que mejor ejecutaba. La orquesta se  llamaba”De Baile, Iglesia y Guerra de Caá Caty”, en clara referencia a los tres ámbitos en los que se utilizaba la música.
Desde dos puntos de influencia se lleva a cabo la evolución del arpa en nuestro país: uno - como ya señalamos- situado en la Mesopotamia argentina y que se relaciona con la música paraguaya, y el otro el noroeste, con el instrumento proveniente del Alto Perú.
A partir de finales del siglo XVIII, el arpa existió en el ámbito urbano, especialmente como entretenimiento de las damas de sociedad, mientras que en la campaña se fue folklorizando.
El arpa y su intérprete están muy presentes en el pasado reciente de nuestra campaña, como lo demuestra la copla que Olga Fernández Latour de Botas rescata del Cancionero Popular de Santiago del Estero (1940), de Orestes Di Lullo:
“El piojo y la pulga / se quieren casar/ por falta de arpero/ no se casan ya./ Y sale el carnero/ de adentro’el chiquero:/ Si tienen borregos,/ yo soy el arpero”.
La distinguida académica destaca el orden de prioridades, en el que el arpero se coloca en primer término, “antes del cantor, de la madrina, del padrino y hasta del cura, lo que muestra su importancia funcional y su prestigio”.
Al respecto, creo necesaria una pequeña digresión: hablamos de arpista y arpero, así como de guitarrista y guitarrero, o violinista y violinero (para no nombrar el tan santiagueño violinisto). En estos pares, el primero, en –ista, hace referencia al instrumentista con escuela, al virtuoso de un nivel más académico, muchas veces concertista, mientras que el segundo, en –ero, nombra al ejecutante más bien práctico, aficionado o “de oído”, y de un nivel popular. Es más común designar con la forma –ista al ejecutante de música clásica y con –ero al folkórico. Para ejemplificar, recordemos que don Sixto Palavecino, humildemente, se considera violinero y agrega, para complementar, sachero, esto es, del monte.
Y serán las letras del cancionero popular las que señalen la presencia obligada del arpa en las más típicas estampas de la  tradición, como en la zamba Nostalgias tucumanas de Atahualpa Yupanqui:
 “Zamba para bailar,/ arpa, bombo y violín,/ recuerdos y esperanzas/  en los pañuelos, ay, ay de mí”
O en la Zamba de mi pago, de los Hnos. Ábalos:
“Un violín gemidor / junto a un bombo legüero / y un viejo arpero/ nostalgias me traen de ande soy.”
Al parecer, será en Santiago del Estero donde más letras de canciones rescaten la presencia determinante del arpa en ambientes descriptos como propios:
“Viejos churos de mi pago / de estilo humilde y gentil,/  sus arpas bordaron notas / que aún guardan las noches zamberas de aquí.”
(Esquina al Campo, Zamba de Canqui Chazarreta).
Las letras también demuestran la importancia del arpa en la música de influencia guaranítica, con la llamada “arpa india” o “arpa paraguaya”, como en  la Canción del arpa dormida, de Atahualpa Yupanqui en recuerdo del arpista Félix Pérez Cardozo:
“Hoy el arpa india/ se quedó dormida/ como una guarania/ que no pudo ser”.
De esta manera, determinamos que el arpa y el arpero forman parte significativa del imaginario criollo, presentes no solo en NOA y NEA, sino también en la región centro, como lo demuestra el vals criollo Córdoba de Antaño, de Ricardo Arrieta:
“Los bailes en los patios, / el mandolín, el arpa, / la chispa de Cabeza,/ recuerdos de mi ayer.” 

El músico ciego, personaje casi legendario: universal y local
A lo largo de la historia – y del arte y la literatura, su espejo- hallamos como constante la figura – y su mención- del ciego que toca el arpa.
Esto es así desde los relieves egipcios de hace más de 3.000 años, al punto que C. Sachs,  en La música en la antigüedad (1927), entiende que: “el tipo del arpista ciego procede de Egipto, país azotado por las enfermedades de los ojos".
La mayoría de los autores justifican esta profesión de músico en los no videntes, talvez en la creencia de que la pérdida de uno de los sentidos potencia los otros. Sin descartar esta posibilidad, me inclino más a creer en la necesidad de supervivencia, que lleva a los ciegos a ganarse el sustento en oficios no convencionales.
En España eran juglares, animadores del camino a Santiago de Compostela. De esta manera, Ramón Menéndez Pidal en sus compendiosos estudios,  rescata la labor de estos juglares, entre los que a menudo aparecen ciegos músicos y cantores. El mismo Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita (s XIV), compone lo que se conoce como “Cantares para ciegos”. Es que, a la par de su fino oído para la música, los no videntes medievales debían saber - como se recomienda en el Lazarillo de Tormes-  un punto más que el diablo. Así, echaban mano de numerosos recursos, entre los que eran muy requeridas las oraciones y plegarias que les permitían ganarse la vida como recitadores profesionales de preces y jaculatorias, al punto de conformar una especie de corporación laboral o asociación gremial, con normas perfectamente reguladas por las ordenanzas públicas.
También en nuestro medio ha sido tan habitual la presencia de ciegos cantores y rezadores, que aún perdura el dicho “No tiene ni 5 para hacer cantar al cieguito”, o la variante: “No tiene ni con qué hacer rezar al ciego”, para expresar pobreza, falta de recursos.
Pero volviendo al ciego músico, en el siglo XVI adquirió fama mundial Francisco de Salinas, ciego desde los diez años, catedrático de la Universidad de Salamanca, al que Fray Luis de León le dedicara su Oda III,  a Francisco de Salinas:
“El aire se serena / Y viste de hermosura y luz no usada,/ Salinas cuando suena / La música extremada /Por vuestra sabia mano gobernada.
Como muestra de la universalidad de la presencia de este tipo humano, podemos nombrar a Turlought O'Carolan, arpista irlandés ciego (s XVII), una de las personalidades más importantes en la historia del arpa irlandesa. El mismo compuso centenares de canciones que hoy forman parte del repertorio de numerosas bandas celtas.
Viniendo más cerca en tiempo y espacio, en nuestro país encontramos  la chacarera El ciguito del arpa, de León Benarós y también un tango de Homero Manzi, Viejo ciego, que termina:
“A ver, viejo ciego, / tocá un tango lerdo / muy lerdo y muy triste/ que quiero llorar.”
 Más cerca aún, dentro de nuestro noroeste, comprobamos que el arpa ocupa un lugar de privilegio en las letras de nuestro folklore. Así, la  Zamba del ciego,  con Letra de Manuel Castilla dice en unos versos:
 Qué pena tiene este ciego / no puede ver cómo bailan / le lloran las "polvaderas" / dentro del arpa de su alma.
 Pero será nuestro Santiago del Estero el lugar desde donde surja el ejemplar más renombrado. Se trata del ciego Aguirre, el arpero que integraba la orquesta de Andrés Chazarreta, como lo atestigua Atahualpa Yupanqui en El canto del viento:
 Varios años tardó en disiparse la polvareda levantada por los malambos que trajo Andrés Chazarreta con sus santiagueños, allá por el veintiuno, en aquel cielo memorable del Politeama, con el espaldarazo formidable de Ricardo Rojas.
Fue un verdadero impacto en plena calle Corrientes. Hombres y mujeres, cantores, músicos, campesinos, artistas del monte, conmovían noche a noche al porteño con sus "remedios", "marotes" y "truncas", y los endiablados mudanceos del "malambo".
Doña Nachi, en escena, cebaba mates "dendeveras", mientras el ciego Aguirre tañía su arpa, y Giménez, Colazán y Suárez competían en las danzas más donosas.”
Y es justamente este ciego Aguirre el que va a ser nombrado o aludido en las más tradicionales letras del folklore santiagueño, como la ya mencionada Esquina al campo, de Canqui Chazarreta:
“Esquina al campo, como mistoles / eran las coplas armadas allí, / maduraban en verano/ con un ciego al arpa / y otro al violín.”
O Viejitos de mi pago, de Víctor Abel Giménez :
“hablaba del cumpa Chaza, / del ciego Aguirre el Arpero,/  evocando aquellos tiempos / que también fue musiquero.”
 Y así, este ciego con su instrumento ha quedado ya como rasgo determinante de nuestro imaginario local, y su mención nos retrotrae a un pasado muy cercano, en el que nos reconocemos al oír estas letras de nuestro cancionero, como aquella Zambita del musiquero del nunca bien ponderado  Canqui Chazarreta:
   “Zambita que traes cantares de ayer, /   sembrando misquila de arpas.”
Nota de Hebe Luz Ávila, en El punto y la coma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.