Víctor Hugo Díaz. |
La magia irrepetible
Músico, compositor, intérprete de la armónica y cultor de la música de raíz folklórica argentina y americana, del tango, la bossa nova y del jazz.
Nació en esta ciudad de Santiago del Estero, el 10 de agosto de 1927, en el seno de una humilde familia y es de suponer que su infancia debe haber transcurrido dentro de los límites de la placidez provinciana, repartiendo sus horas entre la escuela, las andanzas por el barrio y las travesuras propias de su edad.
No hay datos que indiquen, aunque sea vagamente que haya recibido instrucción musical alguna, tampoco se registran antecedentes familiares que permitan suponer que en sus genes dormían los duendes que luego le llevaron a ser el genio musical que fue.
Solo se sabe -porque él mismo lo contaba- que cuando tenía cinco años de edad, viendo un partido de fútbol, recibió un violento pelotazo en la cara y perdió el sentido de la vista. Tuvo que estar varios meses internado hasta alcanzar la recuperación, y durante ese tiempo su única distracción era sentir el sonido de una armónica que alguien tocaba afuera, en la calle.
Hugo confesaba que ese dulce y raro sonido lo sedujo para siempre, y que cuando llegó la fiesta de los Reyes Magos no titubeó en pedir que le trajeran una armónica.
Es muy probable entonces que aquel accidente haya sido el punto de partida de su maravillosa vocación musical, porque apenas cuatro años más tarde debutaba en la vieja emisora lV11, Radio del Norte; en 1940 ya integraba una banda musical que se presentó en el teatro Rivera Indarte de Córdoba y pocos años más tarde ingresaba en una banda de jazz como contrabajista.
En 1946, por especial gestión de su amigo, el músico paraguayo Félix Pérez Cardozo, debutó en la peña “Achalay Huasi” de Buenos Aires; de allí en adelante y por espacio de casi tres años estuvo tratando de ganarse un lugar en el duro y trajinado ambiente de la noche porteña.
Hasta que en 1949 logró formar su propio conjunto, integrado por su esposa Victoria Cura como cantante, su cuñado, el percusionista Domingo Cura y los guitarristas José Jerez, Julio Carrizo y Nelson Murúa, presentándose como “Hugo Díaz y sus Changos” en radio Belgrano.
En 1953, cuando conoció en Bélgica a sus pares Tim Thieleman y Larry Adler, ya era considerado uno de los mejores intérpretes de armónica del mundo.
Más tarde viajó a los Estados Unidos, donde tuvo ocasión de tocar junto a Louis Amstrong y Oscar Peterson, los dos más grandes intérpretes del jazz.
A partir de su presentación en Leverkusen, Alemania, contó con el apoyo de la casa Hohner, fabricante de las armónicas que utilizaba en grabaciones y presentaciones en público.
De sus innumerables giras deben destacarse sus actuaciones en La Scala de Milán junto a los cantantes líricos Tenata Tibaldi y Mario del Mónaco; sus presentaciones en Medio Oriente y Japón y sus grabaciones en España con la orquesta de Waldo de los Ríos.
Una de las más recordadas formaciones de su conjunto reunía a Domingo Cura en percusión, Mario Tito en vibrafón, Kelo Palacios en guitarra, Eduardo Lagos y Osvaldo Berlingieri en piano, Oscar Alem en bajo y Eduardo Ávila en quena.
Víctor Hugo -tal el nombre recibido en la pila bautismal- fue un músico asombroso, dotdo de una sensibilidad y un talento excepcionales, con una capacidad de improvisación que dejaba perplejos a los maestros más notables y exigentes.
Tenía, además, la rara habilidad de incorporar efectos especiales en la ejecución, como el producido por la respiración a través del instrumento, que aumentaba sus posibilidades expresivas.
Pero si grande fue como artista y músico, nada menos lo fue como persona. Noctámbulo empedernido, bohemio incurable, vivió la vida acelerando al máximo y tomando de ella todo lo mejor que podía. Sus noches fueron siempre largas, pródigas en fervores y en emociones y le permitieron con holgura manifestar su don de la amistad y su capacidad para ejercer sin titubeos la gauchada que reconforta y ayuda a sobrevivir.
Lo hermoso es que, pese a tanta vida trajinada en escaños y mesas de copas amigas, tuvo tiempo para escoger lo mejor de sí hacer con ello el regalo inmortal de su arte.
Ganó buenos dineros que se fueron a raudales. No tuvo la prolija previsión que requiere la riqueza, o al menos futuro vivir sin sobresaltos.
Numerosas anécdotas jalonan su existencia. En 1960 se encontró en Buenos Aires con Alberto Cortez y le propuso integrarse a su grupo como cantante, para viajar a Europa con un tentador contrato de seis meses.
El 2 de julio de ese mismo año partieron del puerto de Buenos Aires a bordo del Provence, con destino a Génova. Una vez arribado, el grupo viajó en tren hasta Amberes (Bélgica), para debutar en el espectáculo “Argentine International Ballet and Show”.
Fue un fracaso, por lo que decidieron viajar a Colonia (Alemania), donde las cosas fueron de mal en peor. Hasta que llegó el día en que los empresarios norteamericanos que habían organizado la gira desaparecieron y dejaron al grupo abandonado a su suerte.
Cundió la desesperación, pero Hugo resolvió el gran problema prácticamente de inmediato, vendiendo o empeñando todas las joyas de su esposa.
Cuando regresaron a Buenos Aires, la pieza “Sucu-Sucu” -que Alberto Cortez había grabado meses antes de viajar- estaba en el número uno en ventas, lo que significaba un jugoso ingreso para el cantante.
Cortez le propuso a Hugo darle parte de ese dinero para intentar el rescate de las joyas de su esposa, pero el maestro se negó rotundamente a aceptar la propuesta.
José Colángelo, el gran pianista argentino cuenta: “Me habían encomendado ser el pianista director musical de Hugo Díaz para grabar un long play con doce tangos de Gardel. Nunca imaginé lo feliz que me iba a sentir. Hugo era un genio. Me pedía que pasara al piano la melodía del tango por grabar y allí comenzaba la magia. Hugo no sabía nada de música, él era la música. Entonces comprendí que todo era contagio. Nos mirábamos, nos entendíamos y se producía el milagro”.
Lamentablemente, hay que decirlo, en todos estos años no han surgido ejecutantes de armónica que pudieran llegar a emularle. Seguramente hubo y hay buenos armonicistas, pero ninguno arranca con esa fuerza de rueda elemental, con ese endiablado ritmo de ala quebrada, con ese fragmento de caverna que se desprende de su quemada y grande boca.
Hugo tenía el temblor tocado por la pena, la magia del hombre dispuesto a esperar los finales en cada madrugada.
Una vez ya lanzado en la marea de la melodía, mordida por el clima del mensaje, aguijoneado por guitarras, bombos y pianos que no le daban tregua, parecía impulsado por el vértigo de los suicidas, por la locura de un apasionado que no se reconoce en nadie.
Era como el pintor que deforma la figura humana luego de haber demostrado que conocía todos los secretos de la composición tradicional.
Hubiera sido justo que la fama le llegara mucho antes de su muerte, cuando su arte era irrefutable. Pero ocurre que nosotros, los argentinos, somos así, no concedemos porque sí nomás la palma a los vencedores, antes tiene que venir la muerte y su guadaña para ubicar definitivamente al hombre en el tiempo de la gloria, y a veces hasta exigimos una revisión histórica.
Los reconocimientos post-mortem nos seducen por su emoción. Somos así de complejos y torturados.
Si en el día de mi muerte me fuera concedido el don de escuchar música, seguramente elegiría la de Hugo Díaz. ¿Por qué? Porque su armónica me acompaña desde niño y en ella están los mejores recuerdos, los fulgores y los sueños del amor, todo eso que uno debe volver a sentir cuando está por partir de esta dura, terrible y bella vida.
De una nota de José Félix Luna, en El punto y la coma.
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