miércoles, 13 de julio de 2011

Diego de Rojas

Diego de Rojas.

La primera entrada a Santiago        

El estudio de la historia argentina adolece de un gran defecto: el olvido o subestima -que es un modo de olvidar- de ciertos personajes y acontecimientos del pasado, decisivos para la estructuración de nuestra patria. Tal es el caso del capitán Diego de Rojas y de su entrada, nombre que en el siglo XVI se daba a las expediciones descubridoras.
Los datos sobre su vida no son abundantes, pero permiten reconstruir su trayectoria y trazar una semblanza de su personalidad. Nació en Burgos, capital del reino de Castilla, a  fin del siglo XV o comienzos del XVI. Pertenecía a una familia de alcurnia y su padre, Martín de Rojas, y su tío Diego, eran caballeros de solar conocido, como lo señala él en su Probanza de Méritos y Servicios del año 1528. Era primo de María Álvarez de Toledo llama-da la Virreina por ser esposa de Diego Colón, Gobernador y Virrey de las Indias, como entonces se denominaba a América. Justamente como miembro de su séquito llegó a la ciudad de Santo Domingo, en la Isla Española, sede del gobierno de las Indias Occidentales, calculamos que hacia julio u octubre de 1516, meses de arribo de las naves de la carrera de las Indias.
Por entonces sería un mozo de unos dieciséis años, lo que, para aquella época, significaba haber entrado en la virilidad.
1516 es la primera fecha precisa de su biografía y, como si se tratara de un augurio, es el mismo año del descubrimiento del Río de la Plata, que habría de ser la meta de su trascendental entrada descubridora. Después de ella y durante seis años se hace un vacío de información; sin embargo, podemos colegir sin temor a equivocarnos, que en ese lapso intervino en campañas exploradoras, conquistadoras o pacificadoras pues, cuando lo reencontramos, ya es un hombre de armas, con experiencia guerrera.
Al momento de llegar, como tantos otros, recibiría el impacto que brindaba el espectáculo del naciente y pujante imperio español de las Indias Occidentales. Hacía ocho años que éste había entrado en una etapa de plena expansión que revolucionaba los conocimientos geográficos de su tiempo y daba a España noción clara de la inmensidad del descubrimiento colombino. En 1508 y 1509, conquista de las islas de Puerto Rico y Jamaica. En 1510, fundación de Nuestra Señora de la Antigua del Darién, primera ciudad continental hispana, al norte de Sudamérica. En 1512-1513, exploración de La Florida. En ese mismo 1513, descubrimiento del Océano Pacífico con lo que las primeras noticias sobre el imperio inca empezaron a llegar a oídos españoles. En 1514, conquista de Cuba. No es extraño, entonces, que el mundo español viviera en una atmósfera exultante, de perpetuo deslumbramiento ante las novedades y ante la velocidad con que se iban dando. No obstante, paralelamente, ese mundo había comenzado a examinar su faz sombría, que era la conducta del conquistador hacia los aborígenes denunciada por primera vez por el dominico fray Antonio de Montesinos, en su sermón de 1511. Pues bien, el joven Diego de Rojas se encontró inmerso en ese mundo intenso, estremecido simultáneamente por las hazañas y por las conmociones de la conciencia, todo ello en el escenario de belleza mágica del Caribe.

La otra historia
A poco del arribo de Rojas, en 1517, ese mundo se sacudió con otra noticia portentosa: el descubrimiento de la península de Yucatán y el encuentro de los españoles con la primera alta cultura aborigen que hallaban en las Indias: la de los mayas. La noticia de la existencia de evolucionados y ricos reinos indígenas encendió la ambición de muchos, uno de ellos Hernán Cortés, que a fines de 1518 zarpó de Cuba intuyendo que protagonizaría un capítulo extraordinario de la historia. En marzo de 1519 llegó a Yucatán. En abril entró en contacto con el imperio azteca. En noviembre ingresó a su deslumbrante capital, la ciudad de México-Tenochtitlán. En junio de 1520 huyó de ella en desastrosa retirada. En 1521 volvió y conquistó ciudad e imperio, que bautizó con el nombre de Nueva España del Mar Océano. La noticia de su triunfo cundió por la colonia hispana y como él anunciaba que se proponía continuar la conquista, se produjo desde las islas Española, Jamaica y Cuba una emigración hacia tierras aztecas. Entre los que llegaron al puerto de Villarica de la Veracruz estaba Rojas y aquí aparece una segunda fecha de su biografía pues puede calcularse que lo hizo hacia abril de 1522.
Allí se encontró con Cortés que venia de pacificar la provincia de Panuco, y en su Probanza nos cuenta que se presentó ante él para ofrecérsela con voluntad y deseo de "servir a su majestad en hábito de caballero, con mis armas y dos caballos... un mozo y un negro". Era usual, en aquel tiempo, que cuando un soldado se unía a un ejército, lo hiciera a su costa y minción, es decir, costeándose íntegramente el equipo, máxime tratándose de un hombre de a caballo, no de a pie. El que Rojas detalla era todo un capital: las armas defensivas -armaduras y escaupiles de algodón para jinete y cabalgaduras- y ofensivas -lanza, pica y espada- más los dos caballos significaban la inversión de mucho dinero ya que por entonces sólo los equinos, tan escasos en América, llegaban a valer entre 1000 y 4000 pesos oro. Otra inversión costosa era el negro esclavo y a esto se sumaba el mantenimiento del mozo y el ajuar que exigía la alta condición de caballero. Sin embargo, a pesar de serlo y de su parentesco con la virreina, Rojas no era rico entonces. Probablemente, en ese momento toda su fortuna fuera el equipo de guerra que, deducimos, adquirió con sacrificio ya que, como nos cuenta, durante varios años vivió endeudado y sólo en 1527 obtuvo algún provecho de su tarea de conquistador y entonces comienza a pagar las deudas... porque él es caballero hijodalgo...
Cortés aceptó su ofrecimiento y lo mandó a unirse a la hueste de Pedro de Alvarado, uno de sus capitanes más eficientes, que estaba luchando contra provincias indias rebeldes, de la costa del Pacífico. De este modo Rojas quedó incorporado al equipo del adalid más notable del momento, bajo las órdenes de un capitán muy experimentado en lides indianas. Anduve con él y en su compañía cuenta en su Probanza- hasta fenecer y acabar la guerra que por aquellas provincias y pueblos hizo, y de allí dieron la vuelta a la ciudad de México. Calculo que llegaron a ella ya entrado 1523.
A fines de ese año, el 6 de diciembre, Alvarado dejó nuevamente México, enviado por Cortés a conquistar Quahu-temallán (Guatemala). La tarea era difícil porque se trataba de dominios de indios muy belicosos, por eso, pensando que harían falta refuerzos, encargó al ya capitán Diego de Rojas una misión que requería de un hombre experimentado y responsable. Rojas la describe en su Probanza: "hacer cierta gente de pie e de caballo hasta en número de cincuenta, poco más o menos, e... venir por capitán de dicha gente a las provincias de... Guatemala, adonde... Pedro de Alvarado andaba conquistando y vine y llegado, le entregué la gente como me fue mandado por el señor gobernador".
Desde la primera campaña en que intervino, Rojas mostró condiciones muy valiosas en un hombre de armas, que fueron apreciadas por sus superiores y quedaron recogidas en crónicas y testimonios de contemporáneos: era arrojado, pero prudente. Veloz en sus acciones, disciplinado y leal. Se lo juzgaba como buen capitán y valiente y así lo mostraba en la guerra. Poseía don de mando y, a la vez, capacidad para ser compañero en los trabajos de los soldados, lo que generaba espíritu de cuerpo entre los hombres que comandaba.
A partir de entonces y durante los quince años de la etapa guatemalteca de su vida, la suerte de Rojas estuvo ligada a la de Alvarado, de quien llegó a ser maestre de campo y hombre de confianza. Primero le acompañó durante la conquista del país: "Yo estuve -dice en su Probanza- en las conquistas, unas veces con cargo de gente e otras en compañía del capitán Alvarado, agregando que siempre lo hizo a su costa y minción. Después lo secundó en la tarea de conservación del territorio amenazado por rebeliones indígenas y, en un momento en que Alvarado debió ausentarse a México, lo dejó por capitán de las dichas provincias de Guatemala. Y aquí agrega Rojas un dato interesante sobre un hecho poco conocido de la trayectoria de Alvarado: que en algún momento pensó en abandonar el territorio guatemalteco. Al referirse a esto, Rojas nos dice: "yo trabajé todo lo a mí posible ansí en la conquista como en sostener la gente que a causa de las novedades de México se me querían ir y ausentar y saben que vuelto Pedro de Alvarado de su camino para llevar la gente y dejar despoblada esta tierra, yo se lo estorbé en público y en secreto porque no era servicio de su majestad su ida ni que esta tierra se despoblase". Es decir, que él habría contribuido con su opinión y acción a que España no desertase de esas tierras.
La conquista de Guatemala culminó con la fundación, en 1524, de la ciudad de Santiago de los Caballeros, de la que Rojas fue vecino considerado como caballero honrado.... hombre muy principal..., muy calificado. Conforme a las normas de la época, en retribución de sus servicios había recibido importantes encomiendas de indios, lo que le permitió transformarse en persona de muy buen pasar.

Sus valores
Aquí cabe señalar un rasgo moral de Rojas: era reconocido como persona que tenía mucho cuidado del tratamiento de los indios. Por otras opiniones de quienes lo conocieron o transmitidas por la tradición oral, se deduce que era hombre de auténtica calidad humana. Un cronista afirma que la moderación caracterizaba su proceder y que era compasivo, dos virtudes siempre loables, pero más valiosas si se piensa que se daban en quien vivía en un mundo duro, en el que las circunstancias insensibilizaban el alma.
Otra condición que le adjudican los testimonios es la de haber sido liberal, en el sentido que entonces se daba a la palabra, de generoso y hospitalario. Mi casa -dice en su Probanza-era mesón de cuantos a ella querían ir, y uno de quienes gozaron de su hospitalidad afirmaba que muchas veces comió en su casa y veía comer a otros muchos.
En 1532 Rojas aún residía en Guatemala, pero en 1536 abandonó la excelente posición que allí había alcanzado, impulsado por el típico temperamento del conquistador que siempre anhelaba la acción. Esta vez marchó al Perú como integrante de un batallón de auxilio solicitado por Francisco Pizarro, para sofocar el levantamiento lidera-do por Manco Inca. Allí fue muy bien aderezado de armas y caballos y criados, como buen caballero hijodalgo que era. Además llevaba con él una hija mestiza llamada Helena que crió, reconoció y alimentó llamándola hija y ella a él, padre, a la que casó con un caballero amigo suyo, Francisco de Cárdenas. De esta manera comenzó una nueva etapa de su vida que transcurriría en el Perú, a donde llegó, según parece, con otro español también padre
amante de un hijo mestizo: el capitán Garcilaso de la Vega, progenitor del cronista homónimo. Apenas dominado el levantamiento de Manco Inca, estalló otro conflicto en el Perú: la primera guerra civil entre Pizarros y Almagros. Rojas se unió a los primeros, a quienes sirvió con la fidelidad con que antes había servido a Cortés y a Alvarado. Mientras tanto, la vida lo iba llevando hacia el sur, aproximándolo a territorio hoy argentino. Así, terminada la lucha con la ejecución de Almagro, entre 1538 y 1539 acompañó a Gonzalo Pizarro a la conquista de la provincia de los indios Charcas, y fue el primer gobernador de la ciudad del mismo nombre, en cuya jurisdicción le otorgaron importantes encomiendas. Como vemos, el éxito y la fortuna continuaban sonriéndole, y en ese momento pudo haberse retirado a gozar de una vida de quietud y bienestar, rodeado de¡ respeto general y en compañía de la hija que comenzaba a darle nietos. Pero todavía se sentía lleno de energías, con deseos de hacer algo memorable que acrecentara su honra y por eso meditaba un proyecto que sería culminación de su carrera.

Tucma
Corría entre los españoles del Perú la voz de que existía, en el inexplorado espacio argentino, una provincia indígena llamada Tucma donde había un rico reino que la imaginación equiparaba al México azteca o al Tahuantinsuyu inca. Si algo caracterizaba los informes era su imprecisión, pues algunos situaban el reino al sur del continente y otros, hacia el Río de la Plata. Rojas adhería a esta última opinión y su proyecto era salir del Perú, correr el riesgo de internarse por territorio desconocido, con rumbo sudeste y descubrir camino hasta el gran río, puerta del océano. En 1539 hizo un primer intento partiendo de Tarija y entrando por el Chaco argentino, pero fracasó, por lo que en 1543 hizo el segundo.
Había obtenido del gobernador del Perú, licenciado Cristóbal Vaca de Castro, autorización para hacer la entrada a la provincia que se llama Tucma, pero, por motivos políticos y económicos, debía compartirla con dos socios, Felipe Gudé-rrez, de quien era amigo, y Nicolás de Heredia. El primero estaba aferrado a la idea de que había que buscar el reino al sur y, por alguna suerte de pacto político, la impuso, aunque estamos convencidos de que Rojas, en su interior, jamás abandonó su audaz proyecto original.
Cada capitán formó su propia hueste y como los soldados supieron que Diego de Rojas hacía la entrada, teniéndole por buen capitán, muchos se aparejaron para seguirle. El fue el primero en salir de Cuzco, dejando atrás el bienestar por la fascinación de un sueño de conquista. Era mayo de 1543 y siguiendo el camino inca que iba al sur, meses después llegó a Chicoana, no lejos del actual pueblo de Cachi, en los Valles Calchaquíes. Allí se encontró con un significativo indicio de presencia hispana, en territorios situados al sudeste, y decidió cambiar el rumbo sur, acordado con sus socios. Dejó en Chicoana una guarnición para que los aguardara y a comienzos de octubre reinició la marcha con dirección sudeste. Un mes más tarde, tras descender las sierras del Aconquija por una quebrada que era camino natural entre las cumbres y la llanura, arribó al Tucma o Tucumán, al sur de la actual provincia homónima que los expedicionarios después identificarían como, la primera ... pasados los Andes. Encontró un modesto y pintoresco poblado indígena, levantado en medio de la selva, muy distinto a la imagen soñada del rico reino.
Había comenzado 1544. Rojas, al que ya se le había reunido Gutiérrez, no así el extraviado Heredia, prosiguió hacia el sudeste. La marcha se hacía cada vez más sacrificada por el hambre, la sed, los tremendos calores y la hostilidad de los indígenas. Andaban y andaban, y los indicios de riquezas no aparecían. El desánimo comenzó a cundir, y también la maledicencia y la intriga para crear encono entre los dos capitanes, y aquí se manifestó otro rasgo de nobleza de Rojas y también de Gutiérrez, a quienes, a través del relato de las crónicas, se ve esforzarse por mantenerse mutuamente leales para evitar la escisión de la hueste descubridora.
Quizá lo más desilusionante, para los españoles, era comprobar el humilde -y en ciertos casos, primitivo- nivel cultural de los aborígenes. Aunque algunas comunidades habían alcanzado el nivel agroalfarero y tenían sus pueblos organizados, estaban a siglos de distancia de las refinadas sociedades mayas, aztecas o incas. Sin embargo Rojas continuaba adelante y alentaba a sus seguidores impulsado por el motor de la esperanza que lo hacía perseverar en el rumbo elegido. Llegó, así, a un pueblo situado en las sierras de Guasayán, en la actual Santiago del Estero.

El final
Sus habitantes lo habían abandonado ante la llegada de extraños, pero un día regresaron a darles guerra, con el designio de matar a su jefe con un arma empleada en la región, sobre cuyo uso nadie había prevenido a los españoles: flechas envenenadas.
La lucha fue larga, lo que dio a los indios tiempo para identificar a quien era el jefe y entonces, el más diestro flechero de ellos le disparó una saeta envenenada. Antes de que transcurriera una semana del encuentro, hacia mediados de enero de 1544, después de una cruel agonía, terminaba la existencia de Rojas, ese hombre esforzado, liberal, amigo de hacer siempre el bien, que en la guerra jamás quería ser reservado, y que en todos los tiempos velaba y rondaba como otro cualquier soldado. A pesar de su padecimiento, mantuvo la lucidez como para asegurar la prosecución del proyecto. Logró que Gutiérrez, injustamente acusado de haberlo envenenado, renunciara a sucederle en el cargo, como estaba estipulado, a favor de Francisco de Mendoza, un joven caudillo imbuido de su ideario.
Éste prosiguió la exploración hacia el sudeste y llegó al Río de la Plata. Si bien no encontró el rico reino porque sencillamente no existía, dejó abierta la ruta de penetración al interior del continente propuesta y sostenida por Rojas. Consumada esta hazaña, en febrero de 1546 los expedicionarios emprendieron el regreso al Perú, no porque dieran por concluida la empresa, sino porque carecían de un buen jefe que los guiara. Mendoza había muerto asesinado y el capitán Heredia, el socio de Rojas y Gutiérrez, no sabía conducirlos. Por eso, cuando conversaban sobre su experiencia, unidos en la añoranza comentaban que sí viviera (Diego de Rojas) se descubrieran enteramente las provincias y los secretos de la tierra.
La ruta iniciada por él y concluida por Mendoza, marcó el comienzo de la penetración española al extenso e ignoto territorio limitado, al oeste, por la Cordillera de los Andes y, al este, por el Océano Atlántico y el Río de la Plata -nombre que entonces incluía al Paraná-. Su conquista y colonización comenzó en 1550, con la fundación de las más viejas ciudades existentes en el país, a la vera de su traza. A lo largo de ella y sobre estas primeras fundaciones nació lo que hoy es Argentina. Hacia fin del siglo XVI se había transformado en columna vertebral del Virreinato del Perú y después lo fue del Virreinato del Río de la Plata. Actualmente, importante tramo de la ruta nacional N° 9 corre sobre sus lincamientos básicos.          
Artículo firmado por Teresa Piossek Prebisch y publicado por la revista de la Fundación Cultural de Santiago del Estero.

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